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Cómo gestionar el mal humor

 

La irritabilidad o el “mal humor”, es una queja muy frecuente en sociedad, por la frecuencia con la que se observan reacciones desproporcionadas, de algunas personas, frente a situaciones banales, llegando a veces a perder el control y enfrascarse en disputas innecesarias e improductivas; hecho que no hace más que mantener un nivel alto de estrés de la propia persona y perturbar sus relaciones con el entorno. Ese también es un tema recurrente en consulta psicológica, dado que la irritabilidad es un síntoma que está presente en diversos trastornos mentales como: la depresión, un trastorno de ansiedad (ansiedad generalizada, estrés post traumático, fobias diversas, trastorno obsesivo-compulsivo, …), adicciones (en especial durante los momentos de abstinencia), dolor crónico, …etc. 


Cabe señalar, que no todas las personas que presentan irritabilidad tienen patologías, porque son múltiples las situaciones de la vida cotidiana que pueden generar una sobre carga de estrés y agotamiento, como: estrés del cuidador (personas que sufren un agotamiento propio a la situación de cuidar una persona con enfermedad crónica o degenerativa), problemas económicos (pérdida de trabajo, sobre endeudamiento, o precaridad,…), problemas familiares (problemas de salud, duelos, separaciones,…), ambientales (contaminación, seguridad,…), entre otros. De igual modo, el seguir constantemente las noticias negativas sobre las guerras y la perspectiva de recesión global,… hace que la persona termine por afectar su estado de ánimo. 


En ese sentido, todos tenemos días buenos y días menos buenos.  En los días menos buenos podemos pasar por algunos momentos de “mal humor”  que no son problemáticos si son limitados en el tiempo y no perturban de manera importante nuestras relaciones sociales. En caso contrario, será necesario de aprender a gestionarlo o consultar con un especialista (psicólogo especializado), a fin de darle una solución. 



Aquí van algunas pautas para gestionar el mal humor en la vida cotidiana:

  1. Identifica la causa: Si estás experimentando mal humor, párate un momento, respira tranquilamente y trata de identificar cuál es la causa de tu irritabilidad y actúa sobre ella.

  2. Pon tu cuerpo en movimiento: El ejercicio físico es una excelente manera de aliviar el estrés y mejorar el estado de ánimo. Cuando haces ejercicio (caminas, corres, bailas…), tu cuerpo libera endorfinas (un antidepresivo natural) que te hacen sentir bien. 

  3. Duerme lo suficiente: Dormir lo suficiente es esencial para recuperar energía y mantener un buen estado de ánimo. Intenta dormir al menos 7 a 8 horas cada noche.

  4. Practica la meditación: La meditación es una técnica de relajación que puede ayudarte a reducir el estrés y la ansiedad. Si la meditación no te tienta, sal a caminar en un parque, bosque, jardín,… La conexión con la naturaleza te hará sentirte más relajado y tranquilo.

  5. Pasa tiempo con tus amigos y familiares, comparte una charla amena y risas con ellos. Hablar con alguien puede ser una excelente manera de desahogarse y sentirse mejor.

  6. Practica actividades que te gusten: Realizar actividades que te gusten puede ayudarte a sentirte más feliz y relajado. Si te gusta leer, haz tiempo para leer un libro o si te gusta cocinar, prepara tu comida favorita.

Finalmente, recuerda que cada persona es única y lo que funciona para una persona puede no funcionar para otra. Por lo tanto, experimenta y encuentra lo que funciona mejor para ti.

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Cuando el dolor se convierte en una enfermedad

Los centros de atención médica están abarrotados de personas que se quejan de dolores persistentes, que a pesar de las numerosas pruebas y tratamientos efectuados no desaparecen, llegando en muchos casos a perturbar gravemente la calidad de vida, porque el dolor se instala en ella y se convierte en la mayor preocupación de la persona que lo sufre y de la familia que lo observa con una sensación de impotencia y desamparo.

Antes de continuar, veamos la diferencia entre el dolor agudo (o “normal”) y el dolor persistente o “crónico”. El dolor “normal” es el que experimentamos todos después de una picadura, corte, fractura, esguince, inflamación,…. , es un dolor de corta duración que tiene una función de “alarma” (nos indica que algo no está yendo bien en el cuerpo). Así, al tratar la causa, se constata que el dolor disminuye progresivamente y luego desaparece. El dolor crónico o persistente, en cambio, es el que a pesar de que la causa inicial haya sido curada el
dolor no desaparece. Así, vemos numerosos pacientes que han consultado varios especialistas,…. realizado diversas pruebas médicas, tratamientos, a veces incluso hospitalizaciones, …. y el dolor sigue agobiándoles por meses, a veces años, lo que les hace perder toda esperanza. Ese tipo de dolor pierde su función de alarma, dado que una estimulación continua ya no puede ser una señal de algo. Es un dolor inútil y una enfermedad en sí, como lo sostiene el Dr. François Boureau, Miembro de la Asociación Internacional por el estudio del dolor y de la Asociación de terapeutas conductuales de Francia, en su libro “Controlez votre douler”, Ed.Payot.

Cuando estos pacientes son derivados a un tratamiento psicológico, algunos reaccionan mal, sintiéndose incomprendidos, creen que les está acusando de inventarse su malestar y de hablar de un dolor “imaginario”, pero lo que hay que entender es que cuando se habla de un dolor “psicosomático” no se quiere decir que sea imaginario, sino que hay un mecanismo por el que el dolor que se prolonga provoca diversas consecuencias secundarias que mantienen y
amplifican el dolor. Así podemos mencionar: las consecuencias físicas (un dolor se acompaña de una contracción muscular refleja. El músculo contraído puede volverse el lugar de un nuevo dolor y así instalarse un círculo vicioso: dolor-contracción muscular – más dolor, …), las consecuencias psicológicas (la persona se vuelve cada vez más irritable, ansiosa, …) y las consecuencias conductuales (el paciente se vuelve inactivo, reduce sus actividades físicas, no vive normalmente y tiene una mala condición física, con una debilidad muscular que mantiene el dolor). Esas consecuencias, y otras que no menciono ahora por razones de espacio, progresivamente se integran al dolor inicial convirtiéndolo en una verdadera enfermedad. 

Por otro lado, el hecho de que la persona centre toda su atención hacia las zonas adoloridas y a todo lo que pase en ellas (como si se tratara de un “radar” a la pesca de la mínima sensación de dolor) hace que se modifique su sensibilidad (que baje su “umbral” del dolor y llegue a percibir hasta sensaciones habitualmente imperceptibles para cualquier persona). Al prolongarse eso en el tiempo, la persona vive una situación de fatiga permanente (agotamiento de su sistema nervioso), insomnio (un sueño insuficiente o de mala calidad que no permite recuperar la fatiga), ansiedad (irritabilidad, miedo, angustia,…), dependencia de substancias y/o medicamentos (alcohol, analgésicos, benzodiazepinas,…) e incluso depresión (humor depresivo y a veces una depresión real con una falta de energía, pérdida de interés por actividades habituales, tristeza,…).

Para el tratamiento, existen diversos centros especializados del dolor, con una serie cada vez más moderna de tratamientos médicos, farmacológicos, psicológicos,… entre ellos, la Psicoterapia Cognitivo-Conductual y el EMDR, han tenido una evolución importante, con resultados muy alentadores, con la aplicación de una combinación de técnicas de regulación emocional (control respiratorio, relajación, hipnosis, Mindfulness,…), de EMDR (para reprocesar memorias de dolor, entre otros problemas anexos) , de reestructuración cognitiva y técnicas conductuales para reorganizar la higiene de vida y las redes de soporte social que ayudan al paciente a ayudarse a sí mismo y colaborar activamente a su propia mejoría.

Información en: www.cleliagalvez.com